lunes, 18 de abril de 2011

-Santa Cruz, un soldado burgalés en la conquista de México.

Ninguno de los soldados españoles que en noviembre de 1519 hicieron su entrada en Tenochtitlán, la capital del imperio azteca, habían visto nunca una ciudad tan enorme erigida en lugar tan inverosímil: aquella mole de casas y edificios que se perdían a la visión del ojo humano se asentaba sobre una gran laguna surcada por decenas de miles de canoas. Cuando Hernán Cortés y sus hombres llegaron al centro de poder del pueblo azteca, éste era un hervidero regido por un orden increíble; medio millón de indígenas habitaban aquella colmena flotante con una organización perfecta, sorprendente para aquellos que se creían superiores en conocimiento, paladines de un progreso tutelado por la fe. El conquistador extremeño y los suyos entraban en son de paz: la diplomacia entre españoles y mexicas (aztecas), aunque con altibajos, había surtido efecto. Eran, pues, huéspedes de honor. Y con galones: Moztezuma, líder de ese pueblo, no sólo trató a los españoles con respeto, sino que permitió que éstos desarrollaran sin problemas sus costumbres e, incluso, que ellos mismos abolieran durante un tiempo las suyas.

El propio Cortés así se lo contó al emperador Carlos V en una de sus cartas de relación. ««El dicho Moztezuma y muchos de los principales de la ciudad dicha, estuvieron conmigo hasta quitar los ídolos y limpiar las capillas y poner las imágenes, y todo con alegre semblante, y les defendí que no matasen criaturas a los ídolos, como acostumbraban, porque, además de ser muy aborrecible a Dios, vuestra sacra majestad por sus leyes lo prohíbe, y manda que el que matare lo maten. Y de ahí en adelante se apartaron de ello, y en todo el tiempo que yo estuve en la dicha ciudad, nunca se vio matar ni sacrificar criatura alguna». Sin embargo, aquella paz se quebraría a los pocos meses. Diego de Velázquez, gobernador de Cuba, envidioso de los éxitos de Cortés, envió un ejército con Pánfilo Narváez al frente para prenderle. El extremeño tuvo que salir de Tenochtitlán para combatir, dejando a Pedro de Alvarado en la capital del imperio azteca.

En ausencia de Cortés, y con motivo de la celebración de la fiesta de Toxcatl, en que los mexicas sacrificaban a un joven que representaba la encarnación del dios Tezcatiploca, Alvarado tomó medidas drásticas, con asesinatos, arrestos y castigos. Moztezuma, soliviantado, mandó llamar a Cortés. La animadversión generada por la represión de Alvarado hizo inevitable la represión. El conquistador regresó a Tenochtitlán, pero la sublevación ya estaba en marcha. Estalló el 30 de junio de 1520. Fue la llamada Noche Triste.

La insurgencia indígena reclamaba sangre, y se la cobró con creces. Aunque a Cortés y los suyos no les quedó otra opción que huir, la empresa no fue nada fácil. Como escribió el gran conquistador extremeño en su cartas, Tenochtitlán representaba un encerrona en sí misma. «Esta gran ciudad está fundada en esta laguna salada, y desde la tierra firme hasta el cuerpo de la dicha ciudad, por cualquiera parte que quisieren entrar a ella, hay dos leguas. Tienen cuatro entradas, todas de calzada hecha a mano, tan ancha como dos lanzas jinetas. Es tan grande la ciudad como Sevilla y Córdoba».

Así pues, la huida, en la que pretendieron llevarse además todo el oro posible, cuyo pesó resultó fatal para algunos de los soldados, fue complicada. Perecieron 150 soldados españoles, casi 2.000 aliados indígenas tlaxcalas y medio centenar de caballos. Los mexicas se emplearon a fondo: trataron por todos los medios de capturar con vida a los españoles para después sacrificarlos extirpándoles el corazón. La dolorosa derrota no amilanó a Cortés, un fabuloso estratega, que ese mismo día se conjuró para reconquistar la capital del imperio azteca. En la compañía del conquistador había un burgalés a quien Cortés hizo un encargo clave para el futuro éxito de esa empresa: viajar a Veracruz para llevar tierra adentro todos los materiales necesarios para fabricar bergantines con los que intentar el asalto también por agua a la deseada Tenochtitlán.

El soldado Bernal Díaz del Castillo, testigo presencial de todas las vicisitudes del extremeño y más tarde convertido en cronista de Indias, narra así ese episodio: «Y envió por capitán a la Villa Rica por los aparejos que he dicho, para mandarlo traer, a un Santa Cruz, burgalés, regidor que después fue de México, persona muy buen soldado y diligente; hasta las calderas para hacer brea y todo cuanto de antes habían sacado de los navíos trajo, con más de mil indios que todos los pueblos de aquellas provincias, enemigos de mexicanos (...)». En la biografía de Cortés hecha por José Luis Martínez se dice: «En principio Cortés envió al burgalés Santa Cruz a traer de Veracruz a Tlaxcala, de los barcos desmantelados, anclas, clavazón, estopas, velas, cables y jarcias, así como calderos para hacer la brea (...) El 28 de abril de 1521 los bergantines o fustas estaban listos, enfilados en la zanja y dispuestos para pasar al lago y entrar en acción».

El instinto y las dotes militares de Hernán Cortés le dieron el ansiado triunfo. En un ataque anfibio -por tierra y agua-, Tenochtitlán fue tomado. Los diferentes cronistas no se ponen de acuerdo en cuanto a la duración del asedio, que debió prolongarse durante casi tres meses. Con la conquista de México España iniciaba la construcción de un imperio inigualable e irrepetible.

Fuente: artículo de R. Pérez Barredo en www.diariodeburgos.es

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